UNO Agosto 2013

Por una administración más transparente y menos arbitraria

08_2Una premisa básica para cualquier democracia bien administrada: el dinero público debe ser completamente transparente porque para eso lo pagan los ciudadanos, a través de sus impuestos. Conviene recordar esta obviedad porque, lamentablemente, todavía esta perogrullada sigue pendiente en España: uno de los cinco países de la Unión Europea que aún tiene por aprobar una ley de transparencia y acceso a la información pública. Empatamos en opacidad dentro de la UE con un país quebrado, un paraíso fiscal y dos pequeñas islas: Grecia, Luxemburgo, Malta y Chipre.

La opacidad es siempre el caldo de cultivo para la corrupción y el abuso de poder. A esto también ayudan algunas regulaciones tan complejas que se vuelven arbitrarias

Se habla poco de esta ley, a pesar de su importancia. Algunos tienen la equivocada idea de que es sólo un capricho de periodistas y curiosos; de ese tipo de gente con tiempo y ganas como para perder la mañana preguntando en su ayuntamiento –por ejemplo– cuánto se gasta en teléfono móvil el señor alcalde o cuántos contratos ha ganado una determinada empresa. No es así. El derecho a la información no pertenece a la prensa, sino a los ciudadanos, que son los principales interesados en que haya mecanismos para fiscalizar a los poderes. La simple existencia de una ley así es la mejor vacuna contra los abusos. 08¿Serían tan generosos con la tarjeta de crédito algunos políticos si supiesen que sus gastos pueden ser conocidos por sus votantes? ¿Habrían podido prosperar con tanta facilidad en España tramas corruptas como la Gürtel si fuese más sencillo vigilar las recalificaciones de suelo o los contratos que aprueban algunas administraciones públicas fraccionando los pagos para evitar el concurso?

La ley de transparencia en España está aparcada desde hace años. El Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero decidió en 2009 parar el anteproyecto, que ya estaba listo para ir al Parlamento. La crisis fue la excusa para incumplir esta promesa electoral, que figuraba en el programa socialista de Zapatero. En el Consejo de Ministros –donde hubo bastante debate–, se impuso la tesis de los que argumentaban que esta ley encarecería la Administración porque habría que desarrollar mecanismos para que se pudiese cumplir. Puede que fuese así a corto plazo, más aún con el atraso tecnológico que sufren muchas administraciones. Pero a medio plazo, la transparencia no sólo es defendible por simple respeto a los contribuyentes: también es un buen negocio –tanto para el sector público como para el privado– porque previene contra la corrupción e incentiva la política responsable. Un buen gestor de lo público debería ser el primer interesado en que sus estadísticas fuesen conocidas y fiables: es la mejor forma de demostrar que su trabajo está bien hecho.

La transparencia también ayuda a evitar uno de los males endémicos de casi cualquier burocracia: la arbitrariedad a la que lleva la opacidad, y también algunas regulaciones excesivas. Cuando los mecanismos, los presupuestos y las estadísticas son opacos o difíciles de interpretar, es más fácil que las normas se perviertan. Es algo que padecen –en mayor o a menor escala– absolutamente todas las empresas y autónomos: desde el que decide abrir un bar y se encuentra con una pila de requerimientos que exigen casi más trabajo por la licencia que por la obra, hasta la gran banca o las telecos.

España es uno de los cinco países de Europa –junto con Grecia, Luxemburgo, Chipre y Malta– que todavía tiene pendiente aprobar una ley de la transparencia que regule el acceso a la información pública

Un ejemplo muy concreto de regulación excesiva que acaba provocando un efecto contrario al esperado: el impuesto de Sociedades en España. En teoría, según el tipo nominal, pagan menos impuestos las PYMES (25%) que las grandes empresas (30%). En la práctica es justo al contrario: cuánto más grande es la empresa, menos paga (y no hablo aquí de paraísos fiscales). En el año 2009, las pequeñas empresas españolas pagaron de media, tras las deducciones, un tipo efectivo del 22,9% en el impuesto de Sociedades. Las grandes pagaron menos: el 20,02% de tipo efectivo. ¿La razón? Las deducciones son tan absurdamente complejas y abundantes que las PYMES son incapaces de beneficiarse de todas ellas porque no saben aplicarlas (y no pagan a los expertos adecuados para exprimir el último euro deducible).

Cuando la regulación es excesiva, la arbitrariedad se impone. Se ve en lo grande y en lo pequeño: en Dexia, ese banco belga que quebró hace unos meses, a pesar de que había sacado la mejor nota posible en los últimos test de estrés del sector financiero en Europa. Y en la trama guateque de Madrid: unos funcionarios corruptos del Ayuntamiento que “agilizaban” las licencias a los restaurantes y bares de la capital a cambio de sobornos a unas empresas de asesoría con la que los funcionarios estaban conchabados. Tardaron años en desactivar esta trama corrupta porque desde fuera no parecía ilegal: la regulación de la hostelería es tan compleja que a nadie le escandaliza que existan asesorías externas (en esto, y en otros tantos trámites) que se dedican al papeleo. Pero ¿tiene sentido que el Estado necesite traductores? ¿No deberían ser las regulaciones más claras y sencillas, en vez de tener que pagar dos veces por la misma burocracia? ¿Por qué España es uno de los países del mundo donde las empresas tienen que gastar más en gestorías?

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